De vez en cuando, me enfrento a retos que me recuerdan lo mucho que he madurado a lo largo de los años. He comprendido que los retos son oportunidades de crecimiento personal y que algunos contratiempos son bendiciones inesperadas. Mirando al pasado, mi yo más joven jamás habría imaginado lo fuerte y capaz que llegaría a ser.

Ella estaría orgullosa de cuánto ha cambiado mi perspectiva a medida que he crecido y me he vuelto más sabia. Solía aferrarme tanto a personas, lugares y cosas que sin querer terminaba asfixiando las oportunidades que la vida me brindaba para explorar, aprender y florecer en lo desconocido. Me costaba decir no a las cosas que drenaban mi energía y felicidad. Pero con el tiempo, he aprendido que, aunque la vida puede ser impredecible y estar llena de obstáculos, tengo el poder de elegir mi perspectiva. Y hoy, elijo creer en mí misma y confiar en que puedo afrontar cualquier dificultad.

Hubo un tiempo en el que creía que ser fuerte significaba mantener siempre la compostura, en nunca mostrar vulnerabilidad, nunca pedir ayuda y estar siempre presente para los demás, incluso a costa de mi propio bienestar. Pero ahora sé que la verdadera fortaleza se encuentra en la autenticidad: en ser honesta sobre mis dificultades, en establecer límites y en elegir cuidarme con el mismo amor y compasión que muestro a los demás. A veces, la fortaleza implica alejarme de lo que ya no me hace bien y proteger mi paz.

Mi yo más joven estaría orgullosa de los límites que he aprendido a establecer y de la calma que he logrado crear en mi interior. Pero, sobre todo, estaría orgullosa de no haberme rendido. A pesar de todos los miedos, fracasos e incertidumbres, seguí adelante. Me convertí en alguien que no solamente sobrevive a las tempestades de la vida, sino que baila bajo la lluvia. Alguien que no solamente persigue sueños, sino que crea una vida basada en el propósito, la compasión y el amor propio.